“Jesús
 dijo: «Ningún profeta es bien recibido en su patria...» Al oír estas 
palabras, todos en la sinagoga se indignaron. Se levantaron y lo 
arrastraron fuera de la ciudad, llevándolo hasta un barranco del cerro 
en el que está construida la ciudad, para arrojarlo desde ahí. Pero él, 
pasando en medio de ellos, siguió su camino.”   (Lc 4, 24.28-30)
Jesús
 estaba predicando en la sinagoga de su pueblo, donde las personas le 
conocían, donde estaban ciertamente sus parientes, sus vecinos, su 
amigos, sus compañeros ... y allí él percibió que aunque había una 
cierta admiración hacia él, al mismo tiempo había una fuerte 
desconfianza. Aquellos que siempre lo vieron desde pequeñito, no eran 
capaces de creer que él era el Mesías, enviado por Dios.
Este
 es un hecho muy real y común en nuestras vidas: no damos mucho valor a 
quienes tenemos muy cerca. «Ningún profeta es bien recibido en su 
patria.» 
Por
 ejemplo, preferimos dar más valor a lo que dicen los extraños, de que a
 lo que dicen nuestros padres, o personas cercanas. Creemos que son 
mejores las cosas importadas, y dejamos de lado lo que es hecho por 
nuestra gente. Valorizamos los talentos de los desconocidos, elogiamos 
su voz, reconocemos su inteligencia, su competencia, pero los talentos 
de las personas que están a nuestro alrededor muchas veces ni nos damos 
cuenta que existen. 
¿Quién
 de nosotros ya no se sintió dejado de lado exactamente por aquellos que
 deberían ser los más cercanos? Pero ciertamente también todos nosotros 
ya hicimos la misma cosa con los demás. El problema es que cuando somos 
nosotros que despreciamos nuestros cercanos, ni nos damos cuenta, sin 
embargo, cuando sufrimos la indiferencia o el menosprecio de parte de 
ellos, entonces nos duele muchísimo, y nos creemos la grande victima de 
la historia.
Tengo
 la impresión que a la raíz de este problema, está nuestro egoísmo y 
nuestra inseguridad. Por lo general, las personas que nos son cercanas 
son percibidas por nosotros como una especie de amenaza, pues vivimos en
 una constante “secreta” competición. En el ambiente familiar, por 
ejemplo, los hijos buscan siempre conquistar su propio espacio, y por 
eso contradicen a los padres, y se rebelan... los padres quieren hacer 
valer su autoridad ciegamente pues, a veces, se sienten amenazados por 
los hijos que van creciendo, que se instruyen y en algunas cosas llegan a
 superarlos. Entre los esposos existe una cierta disputa para ver quién 
decide, quien paga, quien es el más amado, quien es el más importante. 
Entre los hermanos desde muy pequeñitos, con los celos, se empieza a 
disputar la atención, el cariño, y cada uno intenta de todos los modos 
ser el predilecto. Lo mismo entre los compañeros de escuela, de trabajo,
 de asociación deportiva, del grupo de la iglesia y hasta entre amigos. 
Esto
 se manifiesta, por ejemplo, en la facilidad que tenemos en reconocer 
los errores de los demás. Pueden hacer 100 cosas muy buenas, que ni nos 
damos cuenta, pero una que le salga mal ya nos salta a los ojos y hasta 
parece que nos hace bien decirlo, y parece que nos consuela y conforta 
el criticar los equívocos ajenos. Hacer un elogio a una persona con 
quien convivimos exige un alto grado de humildad y mucha madurez, pues 
significa colocar a la luz la capacidad del otro. Evitar de hacer una 
crítica exige también una gran humildad y madurez, pues en general 
nuestra crítica, no quiere tanto ayudar el otro a mejorar, sino que 
solamente puntualizar su equivoco. Queremos, en general, ensuciar la 
imagen de quien criticamos, pensando que así nosotros pareceremos 
mejores.           
Tal
 vez hasta podamos pensar que esta competencia, aunque a veces muy 
sutil, sea un hecho verificable en todas las relaciones humanas cuando 
compartimos un espacio común. Hasta mismo, entre los discípulos de 
Jesús, hubo estos conflictos (Mc 10, 35-41). Tener conciencia de esto 
nos ayuda a, por un  lado a perdonar con mayor 
facilidad cuando lo sufrimos, y por otro, intentar frenarnos cuando 
nuestras críticas o nuestro desprecio nacen del miedo de reconocer en el
 otro, alguien que me supera en algo.
Para  todos
 nosotros es mucho más fácil reconocer el bien, los valores, los 
talentos... en aquellos que están lejos de nosotros y no nos constituyen
 una amenaza. Aceptar un consejo, reconocer la razón, atender a las 
indicaciones, hacer un elogio a alguien con quien comparto la vida 
cotidiana es un gesto que exige adueñarse de sí mismo, y superar al 
menos en algún sentido, la tal competencia, para hacer crecer el 
espíritu de fraternidad.                           
Algo
 semejante sucedió con Jesús, después de proclamar su misión en su 
pueblo, la gente al principio estaba admirada, pero luego empezaron las 
criticas, las desconfianzas, el decir: “a este yo le conozco desde 
pequeñito ¿qué es lo que ahora nos quiere enseñar?!” Y querían matar a 
Jesús, querían paralizarlo. Querían impedirlo de continuar su camino de 
crecimiento. Con todo, Jesús no se dejó vencer; al contrario,  “pasando en medio de ellos, siguió su camino.”
También
 nosotros debemos aprender con Jesús cómo comportarnos delante de 
aquellos que nos quieren hacer el mal. Delante de aquellos que con sus 
criticas o calumnias, movidos por los celos, la envidia, o la 
inseguridad, nos quieren llevar al barranco del desanimo, del odio, de 
la frustración para destrozarnos, debemos con serenidad y comprensión, 
perdonar y pasando entre ellos, seguir adelante como hizo Jesús. Y sobre
 todo, evitar hacer lo mismo con los demás. Debemos estar siempre 
atentos, pues muchas veces, somos nosotros quienes buscamos conducir a 
nuestros hermanos, amigos y colegas... al barranco de la destrucción, a 
veces hasta disfrazados de quien quiere solo el bien.           
El Señor te bendiga y te guarde,
El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.
El Señor vuelva su mirada cariñosa y te de la PAZ.
   
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